A pedradas con el sacristán de San Xulián de Romai, el marqués de Riestra, el ministro Augusto González Besada, el periodista Miguel de Zárraga y con el duque de Windsor

La práctica de tirar piedras, con ánimo de agresión, como medio de dirimir una discusión o simplemente con objeto de pasar un rato de entretenimiento a costa del prójimo, es tan vieja como la humanidad. El blanco de los apedreadores pueden ser los muchachos del pueblo colindante, un rival por cualquier causa, los cristales de una vivienda, un viandante que camine por la vía pública o cualquier animal o cosa, quieta o en movimiento, que encuentren en su camino.

Las consecuencias pueden ser leves, si se causan daños personales o materiales de pequeña consideración o más graves, si los perjuicios que se producen son cuantiosos o se lesiona a alguien con el proyectil arrojado, provocándole heridas que necesitan de una cuidada atención médica o un daño irreparable.

Esta primitiva costumbre, ocasionalmente, culmina con un desenlace funesto, como sucedió con el sacristán de la parroquia de San Xulián de Romai de Portas. Un día del mes de junio de 1908 se celebraba la fiesta del Sacramento. En la romería había un animado baile en el que el sacristán de la iglesia se hallaba bailando con una joven cuando de pronto recibió una tremenda pedrada en el rostro que le facturó varios huesos. Conducido el infeliz a su domicilio falleció a las pocas horas en medio de fuertes dolores. El autor de la tropelía, que huyó nada más realizar el hecho, fue un joven de la misma parroquia, que según parece cortejaba a la moza que bailaba con el agredido. En las romerías de aquellos años eran frecuentes las disputas entre mozos, que afectados por la ingesta excesiva de alcohol no controlaban sus acciones, aunque en este caso los celos fueron los que motivaron el drama.

Iglesia de San Xulián de Romai -Portas-

A principios del siglo XX tanto el ferrocarril como los automóviles eran una novedad y ejercían una especial atracción entre los aficionados a estas “hazañas” del tiro al blanco, particularmente rapaces. Los automóviles eran un artículo de lujo, eran escasos los que circulaban por las carreteras; normalmente en su interior iba un rico propietario, un noble, un político o quizá un prelado, poseedores todos ellos de “papeletas” varias para ser afectados por un lance de este género. Curiosamente, en las cercanías de Caldas, en el mes de agosto de 1907, en breve espacio de tiempo, ciertas personas relevantes fueron víctimas de un apedreamiento.

El domingo, 18 de agosto del año indicado, el marqués de Riestra, en aquellos años el político más rico e influyente de la provincia de Pontevedra, regresaba de Caldas hacia su casa de A Caeira -Pontevedra-, meca de la política no solo regional sino también nacional, después de haber almorzado y disfrutado de la compañía de unos amigos en la villa termal, cuando de repente, en el lugar de Tibo, varias piedras, arrojadas al automóvil en el que viajaba, rompieron uno de los cristales del vehículo. Fueron detenidos, como autores del hecho, dos niños, Joaquín Iglesias, de 13 años, y Bernardino Baliños, de 11, y el alcalde de barrio del lugar, por tratar de encubrir a los responsables y ocultar su nombre y el cargo a la Guardia civil, cuando esta trataba de averiguar quiénes habían sido los responsables de la agresión.

El marqués de Riestra

Todos los veranos Augusto González Besada, ministro en diversas ocasiones, un político de extraordinaria reputación y reconocimiento en Galicia y España, acudía a Caldas a hacer uso de las aguas termales. Besada venía a la villa a descansar y tomar las aguas para aliviar una molesta artritis que padecía. Con los baños se reponía y podía continuar el resto del año con sus trabajos en Madrid. En fechas cercanas a lo sucedido con el marqués, al dirigirse a Caldas el entonces ministro de Fomento, de vuelta de una excursión o quizá de una reunión con una comisión, un chiquillo, que inmediatamente al hecho puso pies para qué os quiero, arrojó sobre la ventanilla del automóvil unas piedras, rompiendo el cristal del vehículo. El sobresalto del viajero fue grande, aunque afortunadamente para él, igual que en el caso del marqués, no padeció daño físico alguno. El incidente no enturbió la estancia del político en la villa y cuando, unos días más tarde marchó para la capital, expresó su satisfacción, en un acto de despedida que se le tributó, por el entusiasmo con que había sido recibido y lo bien que le habían tratado los caldenses.

Augusto González Besada

El que fue destacado periodista Miguel de Zárraga, en aquellas fechas director del diario de Vilagarcía “Galicia Nueva” (trabajó en diversos periódicos y fue guionista en Hollywood -EE.UU.- donde falleció), el domingo 25 de agosto del mismo año 1907, relató en su periódico un episodio vivido por él mismo, similar a los dos anteriores, con la diferencia de que el objeto de apedreamiento fue un tren.

El periodista Miguel de Zárraga apoyado en su bastón, a la dcha. de Laureano Salgado señalado con una x, en la C/ Oliva de Caldas

Narra el Sr. Zárraga “Tomé el tren de las nueve y media de la mañana, camino de Vigo, y a poco más no doy cuenta de este viaje. Figuraos que entre el kilómetro 17 y el 18, de esta línea de Santiago a Pontevedra, y entre los postes 12 y 14, un salvaje nos arrojó una enorme piedra, al departamento que íbamos un cura y yo.

La piedra, por nuestra suerte, hizo blanco en la portezuela, astillándola, y también con fortuna, porque no le mató, rebotó en la cara del sacerdote, produciéndole nada más que ligeras erosiones y el susto consiguiente. El pobre hombre, aunque clérigo, no fue un Te Deum precisamente lo que en aquel instante entonó. Si tiene a mano una escopeta cargada, y hace puntería, asegurad que hay hoy un salvaje menos en el mundo.

Nos tuvimos que contentar con participar el criminal atentado al Jefe de la estación inmediata pidiendo a Dios, con todas nuestras fuerzas, que enviase un rayito al asesino. Y esto no sería muy cristiano el demandarlo, pero ¡cualquiera pone la otra mejilla para recibir otra pedrada!

En serio. Si no nos apresuramos a perseguir tan lamentables atentados, nos expondremos a que, por un solo canalla, se nos tache de pueblo inculto.

Para evitar esto, bien pueden recordar las autoridades, con toda la energía necesaria, que no hay derecho a apedrear trenes ni automóviles … Respecto a estos últimos, ni siquiera cuando conduzcan a algún ministro.

¡Y -termina- callemos lo que en Caldas le pasó a Besada!”.

Otro suceso de esta clase, aunque con matiz diferente, lo contó Máximo Sar. Sin que sepamos concretar la fecha, ocurrió con motivo de una de las visitas a Galicia de la Escuadra Inglesa, muchos de cuyos oficiales iban a Caldas atraídos por la gran cantidad de truchas que entonces producía el Umia. Aquel día, en uno de tales grupos figuraba nada menos que el duque de Windsor, heredero de la Corona británica, a la que luego renunció para poder casarse con una plebeya. Ya a la orilla del río, en uno de los lances, la pluma del duque se prendió en una rama de ameneiro y de mirones estaban Oubiña y otro chaval de su edad, a los que los ingleses ofrecieron un chelín si se tiraban al agua y desprendían el sedal. Asi lo hicieron a pesar de que el agua estaba bastante fría y cuando fueron a cobrar la recompensa, los nobles cutres les dieron un penique -aproximadamente “un cadelo”-.

Los chicos se alejaron refunfuñando, enojados por la tacañería de los ingleses, y cuando se creyeron a prudente distancia, el Oubiña, que tenía buena puntería, le largó un pedrusco al duque, que le produjo sangre en la cabeza. Se armó un lío tan tremendo, que alli se juntaron autoridades inglesas y españolas. El Windsor perdonó, finalmente, a los agresivos chicos y así acabó todo.

Por último, mencionaré el susto que se llevó, la noche del 31.1.1914, el diputado Avelino Montero Villegas -hijo del gran Eugenio Montero Ríos y referente histórico en España en lo relativo a la Jurisdicción de Menores- cuando regresaba de Santiago a Pontevedra. Su automóvil no fue apedreado, pero se encontró, con algo más elaborado y peligroso. Unos desconocidos habían levantado a cinco o seis kilómetros de Caldas, atravesada en la carretera, una trinchera de vigas colocadas unas encima de otras. Hubiera ocurrido una desgracia de no haber sido por la potente iluminación de los faros, que, a pesar de la niebla, permitieron descubrir la muralla, en virtud de lo cual el vehículo pudo parar, evitando el choque con la base de aquella, lo que hubiera hecho caer encima del viajero y sus acompañantes las vigas que formaban la barricada.

Incidentes como los descritos y otros semejantes han ocurrido y siguen sucediendo en todas las épocas y lugares. Parece imposible su erradicación total, a pesar de los progresos de nuestra sociedad en materia de educación. Aflora, de vez en cuando, el demonio que llevamos dentro y, frecuentemente, una piedra continúa siendo lo que el común de los mortales tiene más a mano.

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